Reflexionando sobre la salud mental
Reflexionando sobre la salud mental
Para
escribir tan solo debo ser honesta.
Tal vez, si evoco un recuerdo, las palabras
fluirán con mayor facilidad. Sin embargo, no es sencillo, porque tampoco quiero
evocar el recuerdo, un recuerdo que me conduce a la oscuridad, a la depresión.
Es un tema complejo, no sé cómo abordarlo, pero de verdad me causa estupor. No
puedo estar en los zapatos del niño o del joven que decide quitarse la vida, y
eso también es complejo. En cambio, estoy en los zapatos del maestro y de la
familia.
Me angustia pensar un suceso así en mi hijo, y
siento el dolor de esas madres a quienes llaman a dar la noticia. Cierro mis
ojos y me aferro a la creencia de un Dios del cielo, a un Dios infinito, y le
ruego mucha protección para mi muchacho, que lo cubra con su luz divina y lo
guíe en el mundo, un mundo que definitivamente es cruel, cizañero y complejo.
Realmente no quiero juzgar a nadie. Como dije líneas atrás, me pongo en los
zapatos de maestros, porque ese espacio lo conozco.
Créanme que, como docente, es sorpresivo
recibir la noticia, la fatídica noticia del fallecimiento del estudiante. No se
cree en primera medida y se da un paso atrás recordándolo, hacía pocas horas
sentado en su espacio académico, tal vez riendo, tal vez pensando, otro día en
exposición… y sigues sin creerlo.
Un “no puede ser” se acrecienta en tu
corazón.
Trato de ser cercana a mis estudiantes y sus
duelos son mis duelos. Y no haber visto una mínima señal, algo que me hubiera
generado una alerta, genera mayor consternación que haber sabido. A veces los
niños y jóvenes no dicen nada, a veces uno los ve contentos, compartiendo,
jugando, pero no sabemos las crisis que llevan adentro. Para completar el
desasosiego y la tristeza, la incredulidad, entonces vienen los actos protocolarios
que reafirman la realidad: tu estudiante murió.
Es hora de aceptarlo y decirlo: tu estudiante
murió y no va a estar más en el salón de clase.
Y llega el primer día en que regresas al aula y
todos se ubican y ves el espacio que ocupaba y lo miras sin decir palabras,
solo con nostalgia y comienzas la clase… y explicas, dejas el trabajo
correspondiente para el día, y entonces, te sientas para completar el hábito de
cada clase, el llamado a lista. Y sin querer, tan solo por el hecho automático de
llamar lista, mencionas su nombre, y todos te miran, con esos ojitos aguados y
tristes, y tú, te sientes mal. El silencio se apodera del recinto, el mal ya
estaba hecho y solo queda, para no volver a cometer el mismo error: tachar el
nombre, con el dolor de la persona que no nos volverá a acompañar.
Siento con gran tristeza esos momentos. Ya han
pasado varios años, pero me pesan en el alma como si fuera hoy. Unos días
después, llegaron representantes o personal de secretaria de Educación a hacer
un trabajo psico emocional con los niños y niñas (especialmente del curso del
niño que falleció) y les hicieron un taller sobre este aspecto, pero lo más
doloroso fue verlos venirse en contra de nosotros como profesores: que si
habíamos visto un comportamiento inusual, que porque no nos habíamos dado
cuenta, qué por qué no se indagó… y mil por qué y para qué.
Aunque no se crea, yo sufría. Solo le dictaba 5
horas semanales de ciencias, pero me afectó la noticia. Hoy día veo las fotos,
sus fotos exponiendo o jugando fútbol y también me pregunto, por qué no vimos
alguna señal. La Secretaría de Educación no volvió, y nadie preguntó más, solo
se llenó el espacio con otro estudiante y ya.
Yo tuve que asistir varios meses a psicología y
en psiquiatría me dieron un medicamento para la depresión. Han pasado varios
años y entiendo, sé que no podía hacer nada y que el tiempo no se puede
cambiar, pero hoy, trato de estar más pendiente. Este año conocí el caso de 5
estudiantes de la universidad y un niño de bachillerato. No los conocía, pero
igual, removió recuerdos y volvió a doler. Acompañé a los actos protocolarios,
y desde la posición del visitante, del observador, vi el dolor de compañeros,
maestros comiéndose su dolor, familias tratando de apoyarse unos con otros, sin
entender qué había pasado, cuál palabra o qué acción había servido como
detonante. Los vi llorar y no pude evitar llorar con ellos. Sentía su dolor
como si fuera mío, quisiera tener el poder de cambiar la historia, y varios lo
decían es esos espacios, pero no había nada que hacer, tan solo aceptar, decir
adiós, perdonarse a sí mismo y tratar de continuar, con la intensión, no de
olvidar, sino tratar de ser mejores y luchar por los que quedan.
Le pido a Dios que ilumine y acompañe a mi
hijo. Le pido mucho a DIOS, que le ayude a tomar buenas decisiones, que busque
ayuda cuando sienta que los problemas lo superan, y que, por favor, en muchas
ocasiones halla alguien dispuesto a acompañarlo y ayudarlo si es que yo no
estoy.
Pido a DIOS por mis estudiantes, y le pido que
me ilumine para que, a través de mi palabra, no solo les brinde los
conocimientos, sino también el ánimo para luchar y cumplir sus metas. Le pido a
Dios que me ilumine y me ayude a generar espacios en pro del bienestar
socioemocional y que, aunque no digan nada, estos espacios les permitan
reflexionar, que si sienten que algo los supera, busquen ayuda. No es malo
buscar ayuda.
Incluso la ayuda puede venir de un simple
ejercicio de escribir. El papel aguanta todo, y a veces poner en el papel ayuda
a transmutar los dolores, ayuda a alcanzar el perdón, ayuda a reflexionar para
ser mejores cada día.
Mi misión hoy, con este escrito, no es juzgar,
y tampoco quiero ser juzgada. Al igual que todos, este fue un ejercicio
terapéutico que necesitaba y que estoy segura de que me ayudó a encaminar
ideas. Ya hice un taller socioemocional con los niños: hablamos, lloramos y
vivimos varias emociones; es necesario hablar del tema, hacerlo cotidiano en
nuestras aulas, vivir nuestras emociones sin afectar a los demás y para ello,
debemos conocerlas, conocernos y saber cómo podemos autorregularnos.
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